ACADEMIA COMO OBRA

LA ACADEMIA COMO PRODUCCIÓN SOCIO-ESPACIAL

—JP Corvalán y Julio Suárez

Durante cinco años la Escuela de Arquitectura de la Universidad de las Américas (UDLA) ha desarrollado al alero del Programa de Intervención Comunitaria treinta obras construidas en el centro y la periferia de la ciudad de Santiago. Estas intervenciones son elaboradas entre las comunidades y la academia y buscan desactivar la dicotomía entre teoría y práctica, acercando a nuestros estudiantes a las problemáticas que desafían a la disciplina de la arquitectura en el siglo XXI. Si bien el trabajo académico es a menudo criticado por su distancia de la contingencia, los acercamientos de una práctica espacial de manera directa en la sociedad nos permiten actuar en el mundo y con ello asumir las complejidades de lo cotidiano a través de la obra y su proceso. En nuestro país existe una herencia en relación a proyectos académicos que buscan desarrollar un diálogo entre las ideas y su accionar en la realidad. Este texto narra los aportes realizados por nuestra Escuela de Arquitectura entre los años 2017 y 2022, realizando con ello una contribución desde la disciplina a la sociedad. Este espacio de acción y reflexión nos permite contaminar o disolver los límites que existen entre academia y práctica mediante el acercamiento y la colaboración mutua entre estudiantes, docentes y comunidades en un proceso donde los marcos teóricos y referencias provenientes de la crítica urbana encuentran espacio y son puestos a prueba por un colectivo que va más allá de los muros que resguardan a la academia de su encuentro con la ciudad.

Polarización disciplinar

En el modo de enseñanza reciente de la arquitectura se percibe una polarización entre teoría y práctica. Mientras que la teoría profundiza en reflexionar críticamente sobre las condiciones sociales y ambientales donde se desenvuelve la arquitectura, la práctica, por su lado, parece disociada y cae rápidamente en la autovalidación (Foster, 2014) o en soluciones reductoras (Díaz, 2019) en la actual complejidad de la era urbana. En particular, en el contexto de ebullición social en Chile, esta tensión puede caer fácilmente en la dicotomía entre el discurso acrítico, inserto en la cooptación del ideario disciplinar de la arquitectura por prioridades comerciales, y la parálisis e inacción, en donde la academia observa, desde su torre de marfil, las transformaciones socio-espaciales (Arias y Vergara, 2020).

El interés de este texto es reflexionar y replantear la pregunta sobre la contribución de la arquitectura a la sociedad, y en particular está dirigido a disolver la división percibida entre la academia y la práctica. Se postula que el integrar ambas esferas en el proceso de formación, el pensar y el hacer, permite a los/as arquitectos/as un mejor balance entre el compromiso social y la práctica profesional. Se asume que la polarización disciplinar impide abordar la complejidad de los desafíos en la sociedad actual. En ocasiones, el discurso de la arquitectura reciente parece ajeno a las complejidades inherentes a la vida y realidad cotidiana, cuestión que nos interesa problematizar con el fin de asumir los desafíos del espacio social en la urbanización, incluyendo tanto las consecuencias urbanas de fenómenos de inequidad y segregación como también la insostenibilidad social y medioambiental.

Chile posee una prolífica herencia de experiencias prácticas en la enseñanza de la arquitectura y el nuevo proyecto académico iniciado en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de las Américas ha querido propiciar este marco.

 

Academia con realidad

Con el objetivo de evitar recaer en un debate polarizado y desarticular una posible parálisis disciplinar y la consecuente incapacidad de abordar directamente las demandas sociales de este siglo, se hace pertinente revisar cómo se forman las/os profesionales en arquitectura y cómo se nutre el debate disciplinar. En este texto se plantea que la academia debe vincularse y retroalimentarse con una realidad, hipótesis que se da en un marco que va más allá del ejercicio profesional y su emulación en la formación de los/as arquitectos/as, en el entendido que la producción del espacio social está fuertemente cuestionada por encontrarse cooptada por intereses de especulación del mercado del suelo que van en detrimento de priorizar la calidad, bienestar y el hábitat de los seres humanos y no-humanos (García y Kaika, 2016).

Para llevar adelante lo anunciado, se plantea que la academia puede aportar al vincularse en una dialéctica con la realidad social. A este diálogo reflexivo se le llama academia como práctica.

Esta definición propone un marco para abordar la complejidad, los tópicos y desafíos de la sociedad urbana presentes en relación a la arquitectura. Para este proceso dialéctico, se recurre a un marco de discusión planteado en la teoría urbana crítica de autores como Henry Lefebvre y dos de sus libros, El derecho a la ciudad (1968) y La producción social del espacio (1974). Se hace uso de las teorías urbanas de investigadores como David Harvey (2012), Jane Jacobs (1961), Doreen Massey (1980), Milton Santos (1996), Neil Smith (2008), Andy Merrifield (2002) y Neil Brenner (2014).

Adicionalmente, se complementa el marco teórico con la vinculación entre el arte y la arquitectura de Jane Rendell (1978), la visión de la socio-praxis y las metodologías de Tomás Villasante (2000), la investigación práctica en relación al derecho a la ciudad y lo común de Ana Sugranyes (2010) y los procesos artísticos llevados al plano de la investigación de la actriz y performer María José Contreras Lorenzini (2018).

Estas son solo algunas de las referencias que constituyen el marco teórico-práctico y que han posibilitado dar un propósito y una dirección inclusiva a este proyecto académico.

Por supuesto, llevar adelante un encuentro formativo entre la teoría y la práctica es una idea que ya tiene antecedentes disciplinares. Las experiencias de escuelas de Arquitectura que han permitido construir una breve epistemología de la academia como práctica tienen referencias reconocidas en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. A modo de ejemplos destacados se puede mencionar a la Escuela de Arquitectura de Taliesin, fundada en el año 1932 por Frank Lloyd Wright, en donde uno de sus ejercicios consistía en que cada estudiante debía construir un albergue para pasar la noche en el desierto. Más recientemente, en 1993 y en la misma línea, The Rural Studio llevó adelante en la Universidad de Auburn en Alabama, Estados Unidos, un trabajo de realización de proyectos con comunidades en forma institucional. En Europa destaca el trabajo de Raumlabor, que plantea su propia academia performativa, The Floating University, en Berlín. Sería importante mencionar algunos ejemplos en España como el colectivo Zuloark y las Recetas Urbanas de Santiago Cirugeda. En Latinoamérica es destacable el trabajo de A77, en Argentina, y Al Borde, en Ecuador, como esfuerzos puntualmente vinculados a la academia.

En Chile, probablemente el proyecto académico más reconocido es la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso, la cual funda la Ciudad Abierta de Ritoque, en el año 1971, donde estudiantes y profesores autoconstruyen sus lugares de hospedaje y vida común (Verdejo, 2018). De manera reciente, el caso de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Talca, fundada el año 1999, sin duda con una importante influencia de la anterior, ha concebido por medio de talleres verticales y de sus proyectos de título un aporte material al paisaje del valle central chileno (Uribe, 2013). Sin embargo, hay algo común en ambos proyectos educativos de arquitectura chilena que resulta llamativo: parecen marcar una distancia de los procesos urbanos y un leve o nulo acercamiento a metodologías multidisciplinares, cuestión que ha quedado pendiente en favor de potenciar el trabajo material y tectónico en sus experimentaciones.

En este contexto es que surge la inquietud de reorientar los esfuerzos académicos a una mayor complejidad, que integre tanto las temáticas arquetípicas como urbanas con una comunidad. Esta integración, por medio de la colaboración con disciplinas afines, permite poder enfrentar los nuevos desafíos socio-espaciales presentes en la sociedad chilena y global.

 

Método crítico participativo

En el año 2017, la Escuela de Arquitectura UDLA decide emprender un importante ajuste curricular que enfoca el proyecto académico hacia un encuentro entre la teoría y la práctica en toda la malla de la carrera. Lo anterior, amparado en el nuevo plan de desarrollo estratégico de la universidad, incluye un sello de compromiso comunitario entre sus tres valores institucionales. Este compromiso se ve reflejado concretamente en el desarrollo e implementación del Programa de Intervención Comunitaria (IC) que incorpora a distintas facultades y disciplinas. En sintonía con el plan de desarrollo estratégico, se conforma un nuevo plantel académico dentro de la carrera de Arquitectura, que reúne a un grupo experimentado de actores provenientes del mundo de la autogestión y el trabajo colaborativo. La experiencia acumulada del equipo académico queda reflejada en el trabajo que han desarrollado junto a colectivos como Supersudaca, Ariztia Lab, República Portátil, Grupo Toma y Mil M2, los cuales forman parte, en un comienzo, del equipo que transforma y configura la escuela. La docencia se complementa con la implementación de iniciativas de investigación, como el Núcleo Lenguaje y Creación y el Centro de Producción del Espacio.

Abrir el diálogo multidisciplinar por medio del programa IC significó reunir en un marco coordinado a las facultades de Ciencias de la Salud y de Ciencias Sociales con la de Arquitectura, Animación, Diseño y Construcción. La implementación del programa IC se inicia gradualmente, primero, en el área de la salud, luego en ciencias sociales y posteriormente en arquitectura, a la espera de carreras adicionales. El programa se compone de tres dimensiones: docencia, territorio e investigación. En docencia, cada carrera define las asignaturas que participan del programa; en el caso de Arquitectura son seis, que van desde ramos teóricos a las asignaturas prácticas como el Taller de Arquitectura. Particularmente, la titulación consta de tres asignaturas: Seminario, Anteproyecto y Proyecto de título. Cada una de estas etapas tiene un semestre de duración, y es allí donde se materializan los proyectos que abordan las problemáticas socio-espaciales de las comunidades y sus barrios vinculados previamente al programa (IC). El componente territorial articula la relación de las carreras con los barrios, y la investigación promueve el análisis y difusión científica del proceso.

La metodología de la titulación sigue los conceptos anunciados en el marco teórico, especialmente el de la socio-praxis. Desde ese marco, se establece una relación colaborativa con la comunidad, evitando acercamientos disciplinares jerárquicos de expertos o de caridad, y se constituyen etapas corolarias a las de la titulación con la comunidad. Estas son el co-diagnóstico, el co-diseño y la co-implementación. La primera etapa del co-diagnóstico consiste en un levantamiento realizado y validado con representantes de la comunidad en relación a las problemáticas socio-espaciales cotidianas del barrio. El co-diseño es la elaboración conjunta de la propuesta a (co)construir en función de la gestión de los recursos conjunta que se puedan levantar con la comunidad más un apoyo puntual, por parte del programa IC, que no supera el tercio del presupuesto global. Finalmente, la co-implementación incluye la marcha blanca del proyecto (figura 1).

Tras el ajuste curricular y mediante la implementación del programa IC, las/os estudiantes interrelacionan el modelo de enseñanza-aprendizaje de la universidad –la teoría– con diversos contextos de segregación y desigualdad urbana de la ciudad de Santiago de Chile –la realidad social–, para propiciar que los estudiantes apliquen en la práctica lo que estudian en la sala de clases, aportando a la inclusión de las comunidades y aprendiendo desde los procesos propios del barrio, en un proceso bidireccional y multidisciplinar.

Si bien es cierto que el trabajo práctico de las escuelas de Arquitectura no es algo reciente, una de las particularidades del proyecto Academia como práctica de la UDLA es la retroalimentación y verificación empírica sobre problemáticas urbanas. Esta metodología de práctica social en la formación de arquitectura –en particular en el caso de la titulación– culmina en la producción de contenidos, donde los roles se invierten y los profesores aprenden de sus estudiantes.

La puesta a prueba de la hipótesis de la academia como práctica con el programa IC consta de un periodo que va desde el año 2017 hasta la fecha, cinco años iniciales durante los cuales se han realizado trabajos de fin de carrera en barrios céntricos y periurbanos de la ciudad de Santiago. Es importante recalcar que una generación de estudiantes colabora en un barrio durante todo el proceso de tres semestres, a diferencia de otras metodologías prácticas donde el proyecto es individual y cobra una connotación excepcional. Por ejemplo, los barrios periurbanos de Los Húsares, en la comuna de la Florida, y Última Hora, en la comuna de Huechuraba, tienen un grado de cohesión representativa en tensión o sintonía con sus habitantes que requiere un tipo de acercamiento a través de contactos directos con representantes de la comunidad y sus agendas, a diferencia de contextos urbanos más céntricos, como el Barrio Independencia y Barrio República, que requirieron de una alta coordinación y búsqueda con comunidades específicas y agentes sociales informales, en su mayoría fuera de la organización política municipal. Actualmente, el trabajo se lleva a cabo en la Población Chile – Villa Músicos del Mundo, en la comuna de San Joaquín, y Villa Frei, en la comuna de Ñuñoa.

Estas experiencias que han dejado estos cinco años permiten elaborar una reflexión en relación a lo que significa intervenir en territorios complejos desde el punto de vista social y urbano. Al comenzar el programa, esta aplicación práctica de los principios académicos tuvo una recepción mixta de rechazo y entusiasmo por parte de los estudiantes y algunos docentes, pues implicaba alejarse de la zona de confort disciplinar con las metodologías preexistentes, basadas en emular un ejercicio profesional, a veces idealizado, de encargos y supuestos clientes con recursos, en contraste a enfrentarse a personas y contextos reales con medios muy limitados, lo que provocó cierta angustia inicial. Sin embargo, para aquellos que persistieron, los resultados fueron gratificantes. Enfrentar a comunidades a veces empoderadas, o por el contrario, completamente desarticuladas, significó una experiencia invaluable tanto para los estudiantes como para sus profesores.

Reconocer al interior de un espacio a las comunidades, sus conflictos y alianzas, y con ello involucrarnos y estudiar sus efectos, se ha vuelto uno de los desafíos más complejos del proceso. La academia como práctica significa mucho más que pensar y construir proyectos de arquitectura. Es un medio de producción socio-espacial donde el/la estudiante de Arquitectura diluye en ciertos momentos su capacidad de “especialista” y pasa a formar parte de un flujo de experiencias que le permite incorporar oficios, contextos y negociaciones que, en muchos casos, se encuentran invisibilizados en los procesos formativos de arquitectura.

 

Casos y alcances

En la puesta a prueba de la hipótesis de la Academia como práctica y su vinculación con comunidades en contextos urbanos de la ciudad de Santiago, cabe destacar algunos casos de barrios y sus correspondientes proyectos, los cuales permiten abrir un campo de discusión, como la anunciada retroalimentación y reflexión sobre la realidad espacial metropolitana.

En el barrio Los Húsares, junto con los profesores JP Corvalán y Mathias Klenner, el estudiante Mauricio Nilo materializó su proyecto en un espacio recreativo público que se mantenía cooptado por organizaciones de otros barrios, reafirmando el carácter común y gratuito del lugar, que se veía privatizado al cobrar entrada durante algunas actividades deportivas. La obra desarticula la lógica de exclusión por medio de un sendero pintado rojo que conforma lugares y se complementa con el resto de los usos. Otro caso llamativo es el proyecto de Kevin Améstica, que concretó un velatorio móvil para ceremonias sin recepción en las iglesias cercanas, debido a la dificultad de desplazar el ataúd por lo estrecho de las circulaciones y residencias locales. Esta obra luego se transformó en una sede social itinerante, dado que la original se asignó para propósitos de salud municipal. En esta primera experiencia se levantaron dos observaciones críticas primordiales, temas que fueron invisibles ante las metodologías tradicionales de encuestas y levantamiento de datos: la primera corresponde al narcotráfico y el consumo juvenil; la segunda, a lo frágil que puede ser la organización en las propias comunidades, ya que se abandonaron muchos proyectos a su suerte y terminaron vandalizados o desechados.

Otro barrio periférico es Última Hora, en la comuna de Huechuraba. A diferencia de la experiencia con el barrio anterior, la coordinación con los representantes de la comunidad estaba cohesionada por medio de la junta de vecinos, con una organización fuerte que, por ejemplo, instauraba reglas como la prohibición de instalar botillerías en el barrio. Originalmente, una toma informal de terrenos, resistente durante la dictadura, marca el carácter y la postura política de la organización comunitaria. En este contexto, Juan Godoy logra proponer, bajo la guía de los profesores Alejandro Soffia y el ahora académico Mauricio Nilo, una estructura transportable y desmontable para actividades diversas del calendario de la comunidad, que incluye celebraciones, actos de memoria y un mercadillo local. En esta oportunidad, las conclusiones fueron también enriquecedoras: al tener una estructura jerárquica, el esfuerzo era mantener una relación horizontal y evitar que se confunda el aporte con un servicio. Varios proyectos fueron cuestionados por la apropiación de diversos grupos dentro de la comunidad; por ejemplo, el uso por los más jóvenes generaba inconvenientes a los mayores. Finalmente, las largas cuarentenas producto de la pandemia prolongaron los tiempos y avance de la implementación; consecuentemente, la relación con la junta de vecinos se vio afectada por estas circunstancias.

En contraste con la experiencia anterior, en los barrios céntricos las relaciones eran más directas con un grupo en particular de vecinos del barrio, dada la mayor cantidad de organizaciones. En el caso de la comuna de República, varios proyectos resultaron destacables. Loreto Salazar utiliza los rieles abandonados frente a un conjunto habitacional moderno, “La remodelación República”, para tomarse la calle en algunas instancias y realizar las actividades de una pequeña organización de vecinos que velaban por actividades culturales integrando niños y adultos mayores. María José Candia trabajó en una pequeña plaza pública, muy utilizada por estudiantes y niños del barrio. Con la excusa de reparar el bebedero, constituye un lugar gravitacional que aporta un carácter referencial e identitario al espacio, en contraste a las intervenciones recientes de juegos y mobiliario genérico que dispersan el uso y significado original para la comunidad de la plaza. Ambos proyectos fueron guiados por JP Corvalán y Raimundo Isla. Otro proyecto llamativo es el de Cristián González, que reorganizó el espacio común en disputa por los residentes de un cité, tipología arquetípica del centro de Santiago: un pasaje sin salida con residencias laterales y, al fondo, un solo acceso compartido. Este proyecto fue guiado por los profesores Gregorio Brugnoli y Diego Valdivieso.

En esta oportunidad la relación y coordinación con las organizaciones municipales fueron un desafío, al punto que proyectos avalados y presentados por la comunidad más tarde fueron desmantelados por los servicios públicos sin dejar huellas en su emplazamiento.

Finalmente, el barrio céntrico de la comuna de Independencia fue el más drástico en cuanto a la brecha entre autoridades públicas e identificar una comunidad. Aquí, dado el contexto pandémico, muchos proyectos debieron suspenderse y volver a una versión teórica para evitar afectar mayormente los plazos de titulación de los estudiantes, a excepción del trabajo de Felipe Vega con una comunidad de recicladores sin casa. Esta comunidad habita al costado de una plaza cercana al mercado más importante de la ciudad. Luego de intentar varios modelos habitacionales, finalmente se evidencia que la problemática de mayor prioridad para la comunidad era un baño, lo cual permitía evitar que fueran expulsados por agentes municipales y organizar los desechos humanos de los visitantes y habitantes del lugar.

 

No basta sólo con arquitectura

Hay instancias en que la arquitectura es vista como un modo de solucionar los problemas de una comunidad, pero, para llegar a ello, no basta solo con la capacidad de una disciplina. Cuando se accede a involucrarse con personas o con comunidades, se hace necesario establecer, previamente, los alcances de la disciplina, las expectativas versus la realidad. Colaborar de manera participativa no es un seguro que determine la calidad y la pertinencia de nuestro accionar como especialistas ni tampoco garantiza la calidad del diseño por su supuesto propósito altruista. En lo que sí hay seguridad es que se abre una relación con el sentido que adquieren los proyectos de intervención comunitaria en su contexto socio-espacial una vez construidos. Esta experiencia con estudiantes, profesores y comunidad ha servido concretamente para comprender el alcance de cada intervención y los límites de la academia como práctica.

A fines de 2019, con cinco generaciones de estudiantes titulados y dieciocho proyectos construidos en cuatro comunas de la ciudad de Santiago de Chile, se realiza un análisis de la primera etapa de implementación del programa. Esta reflexión es presentada en un documento denominado “La Academia como Práctica” (Portal, 2019), presentado en el marco de la XXI Bienal de Arquitectura de Chile, bajo el lema “Lo común y lo corriente”. El objetivo fue reflexionar sobre las implicancias y autocríticas que se le realizan al modelo de títulos construidos, con la finalidad de exponer de manera colectiva las variables que influyen en el quehacer académico. En este momento, cerrando el ciclo 2022, y con diez generaciones de estudiantes, parece oportuno revisar el trabajo realizado.

Pero, en definitiva, ¿cómo se interviene una comunidad sin necesariamente resolver los problemas que esta presenta de manera evidente? ¿Cómo evaluar el éxito o el fracaso de un proyecto construido? De ello se sostiene que no existe una cura específica para los males que aquejan a una comunidad, sino más bien se trata de un proceso.

Una de las particularidades del Programa de Intervención Comunitaria es que los estudiantes puedan aumentar su capacidad multidisciplinaria en un diálogo entre las facultades de Salud y Ciencias Sociales, donde la arquitectura es solo una parte de ellas. Sin embargo, aquí aparece el cuestionamiento de fondo: ¿de qué manera el proyecto de título logra beneficiar o permite que la comunidad mejore sus condiciones de vida? El trabajo en conjunto y la elaboración de un co-diagnóstico permite que los procesos tengan un devenir colectivo, un tipo de prospección al interior de muchas capas de complejidad al interior de una comunidad.

Es necesario estar conscientes de que la arquitectura por sí sola es incapaz de resolver los problemas sociales, menos desde un enfoque problema-solución. Son inexistentes las garantías que indiquen que aplicando esta u otra metodología, se puedan solucionar cabalmente los problemas de desigualdad y sostenibilidad que genera la sociedad urbana hoy. El proyecto de Academia como práctica es un aporte acotado que ha ido demostrando sus primeros avances.

 

Conclusiones y apertura

Una vez aplicado el ajuste curricular, la carrera de Arquitectura pasó a tener una relación activa con los encargados del Programa de Intervención Comunitaria. Esto permite que las/os estudiantes logren establecer un acercamiento con la ciudad y sus comunidades. Como resultado, la implementación de una práctica reflexiva ha hecho posible que se vean más implicados y empoderadas en su proceso de formación. Al llevarlos al terreno de la acción, las/os estudiantes terminan su ciclo de estudios más preparadas/os para enfrentar su futuro profesional en el actual contexto de incertidumbre social, medioambiental y de salud.

La academia como práctica permite, en efecto, que las herramientas tradicionales de la disciplina de la arquitectura se vean renovadas, puestas a prueba y cotejadas con un contexto que permite fijar los conocimientos y experiencias adquiridos en la etapa formativa del estudiante.

Es de conocimiento público que las disciplinas tienden a acotar sus alcances e intereses por medio de ciertos límites que la definen. Al provocar una conversación cruzada con otras especialidades, estas también se ven renovadas en su tradición, invisibilizada por la especialización o la polarización entre la teoría y la práctica. La arquitectura, en este sentido, epistemológicamente se nutre de esa conversación, la absorbe y con ello pasa a formar parte de un tipo de visión caleidoscópica, donde es necesario administrar y coordinar de manera sensible las distintas tensiones que se encuentran en juego en este tipo de procesos.

A simple vista, se podría pensar que la preocupación de la arquitectura solo se encuentra en la obra construída, pero es importante reconocer que las ideas de la arquitectura siempre han venido forjadas con otras disciplinas. Al producir un diálogo abierto y multidisciplinar se establece un rol más activo en la participación y, en definitiva, en una toma de decisiones más informada, que finalmente nutren la forma y materialidad. Aprender a regular esas tensiones significa abordar en conjunto las problemáticas a futuro.

Pero ¿es posible ver en otras disciplinas una cohesión entre teoría y práctica? Comprender de manera más amplia una relación entre estos dos conceptos permitiría estrechar lazos con la realidad y, con ello, mejorar la participación en los debates y conflictos que demandan una acción en la sociedad en que nos desenvolvemos como arquitectos/as.

Sin embargo, ¿el accionar de la academia como práctica puede solucionar los problemas de una comunidad? Es fundamental comprender esta estrategia más allá de una actitud subsidiaria en la relación problema-solución entendiendo los proyectos de título, por ejemplo, como modos de investigar los síntomas que se encuentran presentes en la comunidad y disminuyendo con ello el exceso de expectativas que pueden debilitar finalmente la relación futura entre la comunidad, los estudiantes y la universidad.

En relación al estado del arte en esta materia, y de acuerdo a la existencia de otros proyectos educativos que han realizado algo similar, el aporte que realiza la Escuela de Arquitectura UDLA es la vinculación con un contexto urbano de alta complejidad socio-espacial, comprendiendo que el problema que se presenta es una cuestión multidisciplinar que no necesariamente tiene una solución abordable únicamente por la arquitectura y que además puede que no sea simplemente una cuestión de estilo o forma, sino más bien un problema mucho más complejo del cual solo se conocen sus representaciones.

La academia como práctica va mucho más allá del “solucionismo” arquitectónico, que en muchos casos queda definido por las necesidades inmediatas de una comunidad. Es necesario hacer esta separación para evitar caer en el uso instrumental de la comunidad hacia los estudiantes y viceversa.  Debido a la inexperiencia implícita que estos poseen es importante no caer en estas lógicas, y en este sentido hacerlo evidente a la hora de abrir el contacto con dirigentes y agrupaciones vecinales que pueden ver en ello una oportunidad de llevar adelante agendas personales que no necesariamente son parte de los objetivos que trae cada equipo académico.

Al replantear la contribución de la arquitectura a la sociedad, es posible disolver los límites que existen entre academia y práctica mediante el acercamiento de estudiantes, docentes y comunidades en un trabajo de co-diagnóstico, co-diseño y co-implementación. Al entender las dinámicas sociales específicas, el estudiante puede pasar del prejuicio a la complejidad que se le revela una vez que accede a las problemáticas de cada comunidad particular. El proyecto de arquitectura puede ser entendido más como una averiguación, una investigación o una pregunta que como una solución. En ocasiones, el proyecto ha evidenciado en el espacio los conflictos sociales que emergen de su implementación. De este modo, las reflexiones y el trabajo con otras disciplinas presentes en el programa permitirán acercarse a una comunidad de manera específica y desde ahí llevar a cabo procedimientos de mayor profundidad.

El proyecto como diagnóstico permite que la academia como práctica no sea entendida en función del éxito o fracaso de cada una de sus intervenciones. Así, por ejemplo, cuando en un barrio periférico de la ciudad de Santiago el estudiante Felipe Acevedo trabajó sobre un espacio social ligado al comercio de barrio, reveló un espacio acechado por bandas y comercio ilegal de drogas. En la misma línea, el proyecto de Guisela Cortez y su Laberinto del Espacio reveló la historia de una violación ocurrida en el parque donde se emplazó, sacando a la luz un secreto guardado por toda la comunidad. Incluso el proyecto de Felipe Vega, estudiante atraído por los fracasos solucionistas de una comunidad en situación de calle, se vincula estrechamente con ellos al evidenciar la escasez de equipamiento sanitario para luego proponer un proyecto que los dignifique, un baño temporal autoadministrado, que devela un problema socio-espacial de una complejidad que lo supera con creces. Todos ellos propusieron renovaciones teórico-prácticas basadas en un tipo de proyecto arquitectónico que operó como un dispositivo de revelado socio-espacial.

Esta es una metodología que no se basa meramente en criterios de forma ni estilo, sino que va descubriendo las tensiones y conflictos particulares que operan al interior de una comunidad. El concepto permite que la arquitectura no sea entendida como una solución unívoca, sino más bien como el comienzo de un proceso compartido.

En síntesis, estos proyectos teórico-prácticos provienen de un trabajo que nace desde la comunidad, en un juego de negociaciones y acuerdos que van sorteando las tensiones y conflictos particulares que operan al interior de un espacio social.

 

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