ACADEMIA COMO PRÁCTICA

PENSAR, NO DIBUJAR

—Juan Pablo Corvalán

“Los arquitectos no dibujan, piensan”

Así afirmaba mi profesor de título recientemente fallecido, Ugo Brunoni  (Ascona, 1938-Ginebra, 2019), mi maestro en términos renacentistas, un personaje de trayectoria atípica para la Suiza donde estudié. Era suizo-italiano riguroso, a veces duro, pero simpático e histriónico. Primero fue albañil y dibujante técnico, luego escultor y finalmente arquitecto. Tenía muchas frases para el bronce: “la arquitectura es resultado del contexto”, “los arquitectos trabajan para el hombre (ser humano)”, pero, la de “pensar y no dibujar”, caló hondo, y la sigo usando hoy que me toca ser profesor de título, sobretodo ahora, al recordar su figura.

¿Qué tiene que ver este aforismo con la hipótesis de la Escuela de Arquitectura UDLA y con su académia como práctica espacial crítica? Todo y nada. Todo, porque vivimos un momento en que la mayoría de lo que se produce académicamente en arquitectura, particularmente en proyectos de título, tiene que ver con representaciones.

Nada, porque el Profesor Brunoni tampoco se refería de forma explícita a realizar obra práctica desde la escuela o academia.

El tema va más allá de probar una hipótesis. Tiene que ver con el acercamiento crítico a lo que entendemos como nuestro rol, no sólo como profesionales, sino como aporte, desde nuestra disciplina a la sociedad en la que nos desenvolvemos. Nuestro aporte como arquitectas y arquitectos no son dibujos ni representaciones, sino nuestro pensamiento.

Muchos estudiantes, al consultarles por qué eligieron arquitectura como carrera, afirman que es porque les gusta dibujar, y es entendible. Por otro lado, los arquitectos más renombrados son reconocibles por sus esquemas gráficos, generalmente alejados de representar un edificio, pero efectivamente unos garabatos que reflejan sus pensamientos en relación a alguna problemática o tópico ligado a la arquitectura. Por supuesto, está el croquis, una técnica que exige cumplir una cierta cantidad de “horas de vuelo” para alcanzar el estatus de dominar una herramienta característica de la disciplina. Pero la trampa es que esto es un medio, no el fin en sí mismo. Parece obvio, pero justamente, ¿cómo aprender a proyectar espacios si sólo nos preocupamos por representarlos? Ésta es la reflexión en juego que me permitirá redondear, espero, el argumento expuesto.

Entendíamos, durante la formación en siglo XX y la tradición disciplinar, a la arquitectura como el arte de construir, acompañado de una justificación etimológica con algún ingrediente circunstancial que permitiera validar el oficio de la arquitectura. Acá, más que una aclaración, se abre una confusión. Sin entrar en una discusión historiográfica, lo confirmado es que las obras de arquitectura anteceden la formación y titulación de arquitectos por miles de años y que la arquitectura, desde que hay diplomas, entra en la categoría de profesión, no de oficio. Esta afirmación puede relativizarse en un contraargumento postmoderno, pero en virtud del punto del presente texto, no es muy arriesgado asumirla como cierta. ¿Es entonces válida esta definición en el siglo XXI? Tengo serias dudas, sobretodo luego de la contribución de cien años de teoría urbana.

En el presente, en un contexto – saludos nuevamente profesor – donde la prioridad sobre el espacio es acumular capital, El arte de construir podría quedar banalizado como un slogan de una constructora o incluso de una inmobiliaria.

Entonces, si podemos pensar más que dibujar, ¿qué podría definir nuestro rol como arquitectos en el contexto actual y el que se avecina?

En la serie de entrevistas realizadas por Rodrigo Valenzuela Jerez y Fernando Portal tituladas ¿Cómo operar?, me aventuré a una definición: La arquitectura del siglo XXI debiese ser el arte de proyectar el espacio social. Me sentía muy orgulloso de mi definición. Pensé que hacía tanto honor a mi maestro, como justamente a la hipótesis de la Escuela de ver en la academia, no una formadora de arquitectos, sino, un aporte a la sociedad desde su disciplina. Así, al integrar a los estudiantes y profesores en este proceso, es que se formaban arquitectos, pero también, se revisaban y producían contenidos. Una idea libremente basada sobre cómo aborda la formación mi compañero de Supersudaca Manuel de Rivero, ya decano de una facultad de arquitectura en Lima, UCAL. Esto, previo a asumir yo el cargo de dirección en la Escuela de la UDLA, invitado por la decana María Adelina Gatica, luego de unas experiencias con el Taller de Título del Programa de Intervención Comunitaria en equipo con Mathias Klenner del Grupo Toma.

Todo iba bien con mi definición, hasta que en un debate, coincidentemente durante el lanzamiento de las citadas entrevistas, surgió mi frase, y Arturo Torres, colega al que respeto mucho, declara que no le parecía ya que el espacio social no incluía, por ejemplo, en una vuelta latouriana, a los no-humanos. Horrorizado, entendí dos cosas. Primero, es muy difícil pretender llegar a consenso con una afirmación del tipo, dos puntos, la arquitectura es… Segundo, es más difícil aún tener un acuerdo epistemológico, donde, por mi lado y sobre la base de mis referentes, entiendo que el espacio sí lo producimos socialmente y que éste incluye a los no-humanos -que es otra teoría humana más sobre agentes en el espacio-. Obviamente, mis pares lo pueden ver infinitamente diferente.

Entonces, ¿qué queda ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo de definición disciplinar? Me aventuro a una nueva propuesta: la práctica espacial dialéctica. Vale decir, juntar la tradición disciplinar de la arquitectura -incluyendo su educación y reflexión: la academia- de pasar del papel a la obra con la invitación de la teoría crítica urbana de recuperar el espacio como un medio de expresión -y no de sumisión ante lógicas comerciales-. Un urbanismo amateur como incita Andy Merrifield. Este pensamiento es el que cobraría sentido para entender los procesos de estudiantes y profesores que asumen el desafío de operar en contextos metropolitanos segregados e insostenibles, sin esperar encargos, ya sea para abordar con comunidades problemáticas de su entorno socioespacial por medio de intervenciones acotadas co-construidas y auto-gestionadas, como para cruzar transdisciplinarmente y expresarse con el sonido como material en vez del hormigón.

No es fácil, cuesta más pensar que dibujar. Se puede caer en esfuerzos fútiles que no hagan más que reforzar los procesos que se pretenden resistir. Pero lo seguro son dos temas. Primero, se puede confirmar que los estudiantes pueden vivir el impacto, no de lo que dibujan, sino de lo que piensan en un contexto complejo. Segundo, los profesores podemos aprender de nuestros estudiantes en un proceso de retroalimentación teórico-práctico, no uno del otro unilateralmente, sino definitivamente en una condición dialéctica. Como declaraba el profesor José Abásolo en una entrevista sobre arquitectura y sonido: “La vieja escuela declaraba: Esto no es arquitectura! Nosotros enseñamos de otra manera”.

La visión expuesta puede ser cuestionable; puede haber muchos errores y pasos en falso, pero nada quita seguir pensando espacialmente, lo cual me lleva, para terminar, a otra frase de mi Profe: “Los arquitectos deben tener los hombros así (gesto de manos abiertas), para aguantar la presión y el culo así (gesto nuevamente), para aguantar las patadas”.

Agradecimientos: a Martin Gubbins, artista residente del Núcleo de Lenguaje y Creación de la Facultad de Arquitectura, Diseño, Animación y Construcción de la UDLA, quien me motivó a escribir sobre el aforismo y mi difunto maestro. Como él expresó, la frase puede servir para otros usos:

Los futbolistas no corren, piensan.

Los profesores no enseñan, piensan.

Los padres no educan, piensan que educan.

Juan Pablo Corvalán

Arquitecto de la Ecole d’Ingenieurs de Geneve y de la Universidad de Chile; Master of Excellence in Architecture, Berlage Institute Roterdam; y candidato a Doctor en Geografía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es director de la Escuela de Arquitectura UDLA y miembro de Supersudaca.

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